Se acercó sin prisa a la higuera con pasos firmes sobre el terreno encharcado que embarraba los bajos de las faldas, completamente ajena a la inclemencia del tiempo. Una mano ajada bajo la barbilla sujetaba el chal por el que asomaban algunos díscolos mechones blancos. Acarició el tronco del árbol dormido y respingó al acercar la mejilla. La frialdad de la humedad mutó el abrazo en leves caricias.
– ¡Oh, ya está aquí la primavera! ¡Gracias por confortarme, querida!
En el cielo, las negras y densas nubes se abrieron, permitiendo que un rayo de sol se prolongara hasta alcanzar su frente. Algo tiró de su falda y, al ver al podenco, ahora sentado y mirándola con la cara ladeada, rió sin pudor; los aguaceros habían limpiado algo más que el aire. Saludó al animal con una carantoña en el cogote y le entregó un papel doblado que sacó del bolsillo.
– Toma, estoy segura de que sabes qué hacer con él.
– Colócalo en aquella rama, ahí donde incide el sol.
Alf siguió la mano, observando cómo se alargaban el brazo y los dedos hasta alcanzar la rama. Colocado el papel en el lugar indicado, la anciana se alejó del cerrillo sin volver la vista atrás.
– ¡No ladres tanto, Alf, estoy despierta!
– Venga, lee lo que dice ese papel.
– ¡Ayyyy, qué curioso e impaciente eres!
– Venga, venga, no me digas que tú no tienes curiosidad.
– Claro que sí, pero…
– Pero nada. Está en tu rama, tienes derecho a leerla.
– Pero…
– ¡Pero nada! ¡No tiene destinatario! ¡Venga, lee!
– ¡Buenas noches!
Alf escarbó con saña a su alrededor, mientras ella, fingiendo sumergirse en su sueño invernal, observó desde la copa cómo la anciana se transformaba en cuervo poco antes de adentrarse en la bruma del horizonte.